domingo, 4 de marzo de 2018

Oráculos I: El desafío del jardín geométrico

De aquel colegio se decía que era una burbuja británica en medio de Madrid. Allí, la pequeña Mar Souan fue preguntada por Shakespeare antes que por Cervantes y aprendió solfeo dentro de los estándares ingleses. A la hora de escoger instrumento, se decantó por el violín, tal vez por seguir los pasos de su abuelo, porque, quizás algún día, ella también llevaría las obras de los grandes compositores de ateneo en ateneo. 

Pero el idilio duró poco. Aquel aparato, tan bello y tan preciso, era como un animalito indomable que huía de los brazos de su ama, ponía el aula patas arriba y, trepando a lo alto de las estanterías, emitía un lamento punzante. Mar sentía contra su cuello el latir de aquel corazón diminuto, completamente ajeno, y se hastiaba al comprender que el pulso del animal musical jamás se correspondería con el pulso de la intérprete.

La inscripción en el coro escolar cambió las cosas. Esta vez, el instrumento se hallaba perfectamente integrado dentro de su cuerpo, obligado por ley natural a seguir los latidos del propio corazón, sin rebeliones, sin zarpazos, sin quejidos.

El coro dio a Mar la oportunidad de visitar Reino Unido y actuar en público. Fue en casa de un distinguido caballero británico donde un presagio misterioso precedió al concierto. Tanto para los profesores como para los demás niños, la velada transcurrió dentro de esa lánguida normalidad de la alta sociedad inglesa. Sin embargo, para la futura cantante de Neverend hubo una pequeña variación, una anécdota de esas que se olvidan y resurgen en la memoria mucho tiempo después, cargadas de significado.

Atraídas por los setos con formas de animales, la niña y su voz se adentraron en lo profundo del jardín, desafiando la estricta vigilancia de los adultos. Había algo angustioso en aquel lugar, algo que no tenía que ver con sus simetrías, sus galerías opresivas o los tilos a cuyos pies no yacía pétalo alguno, pues todo residuo natural era inmediatamente retirado por el personal de la finca. Al fin y al cabo, la pequeña Mar disfrutaba con aquel mundo perfeccionado de la misma manera que disfrutaría después con la realidad mejorada de los videojuegos, mucho más atractiva que la cotidiana. Cuántas veces envidiaría a esos héroes y heroínas virtuales por su capacidad de recorrer enormes distancias de un solo salto, de altura en altura, sin miedo a caer.

De pronto, allí donde las formas geométricas se interrumpen, Mar se topa con alguien. Es una mujer de edad inestimable, vestida con ropa de trabajo, que huele como los árboles cargados de lluvia y como la hojarasca sorprendida por el chaparrón. Así era la esencia primitiva del mundo antes de que los perfumes sintéticos cambiaran nuestra forma de percibir los olores. Su mirada gris, profunda, se encarga de vigilar a media docena de pavos reales que, dispersos por la pradera, la llenan con sus chillidos y sus plumas de azul intenso.

―¿Te has perdido? ―pregunta la mujer. Su voz es solemne, alejada del empalago con el que normalmente hablamos a los niños.
Mar guarda silencio, o tal vez responde algo que ella misma no recuerda. En algún punto de la breve conversación, la mujer muestra a nuestra cantante un pequeño animalito que ha guardado todo el rato en su regazo.
―¿Quieres tenerlo tú un momento? Pero ten cuidado, no se despierte.
A pesar de no haberlo visto nunca con sus propios ojos, la niña reconoce enseguida el alma del animal musical. Ese animal rebelde que se ocultaba en su violín, que dificultaba su aprendizaje y latía a un ritmo distinto al del corazón de la intérprete.
―Yo quería tocar el violín, pero él no me dejaba ―se quejó Mar, sintiendo rabia y a la vez cariño hacia la criatura.

Resulta complejo imaginar a una niña explicando, en sus propias palabras, la voluntad de plantearse un objetivo difícil y el miedo a fracasar en él, así como la sensación de decepcionar a sus allegados cada vez que el desafío no llega a buen puerto. Mar se las apañó para hacerlo.
―Mar, ¿tú disfrutabas con el reto que te habías impuesto?
Silencio.
―A mí me parece, Mar, que nunca te has dado por vencida, y eso es muy bueno. Es verdad, has dejado un reto que no te apasionaba, pero no pasa nada. ¿Acaso no ves que has escogido uno mucho mayor, uno en el que tienes muchas más posibilidades de superarte?
Ante la mirada perpleja de nuestra cantante, esta mujer elocuente, poseedora de la más extraña de las sabidurías, se aparta dos hebras de cabello gris que el viento ha colocado sobre su rostro, y lanza, cual oráculo, su sentencia:
―Mar: estás destinada a lograr grandes cosas. Pero no será con el violín. Será con tu voz.

No del todo contenta con lo que esta frase le depara, la futura vocalista de Neverend pregunta si puede quedarse con la criatura, con el pequeño animal musical que aún duerme entre sus brazos. La mujer responde con una nueva pregunta, una pregunta muda, que camufla en su mirada sin llegar a expresarla con palabras. Acto seguido, llama a los pavos reales con un silbido sordo y, mientras las aves se colocan en fila india detrás de su pastora, vuelve ésta a lanzar la misma pregunta. Esta vez, sí lo hace con los labios.
―Puedes llevártelo si quieres. Pero… ¿crees que es lo mejor para ti?

Una descomunal indecisión envuelve de pronto a Mar. Adoptar o no adoptar a aquella misteriosa mascota podría parecer una disyuntiva muy simple, pero entrañaba hondas consecuencias en el camino de su vida. Desde el plumaje de los pavos reales, decenas de ojos la miraban, impacientes. La pastora, en cambio, miraba hacia el horizonte, tranquila, como si ya conociese la elección que la niña estaba a punto de tomar…

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