sábado, 15 de julio de 2017

El reto de «Rock Palace»: cuando la vida te da más oportunidades de las que esperabas

Algo tan nimio como la convergencia, en un mismo punto, de las lindes de tres o más estados distintos tiene una misteriosa trascendencia para algunos norteamericanos. Y, aun en el caso de que dicha trascendencia sea una falsa percepción por nuestra parte, no hay que obviar el provecho turístico que muchos sacan de este fenómeno invisible, impuesto por la imaginación de los humanos. De algunos humanos.

En el viejo continente, los requiebros de nuestros territorios no parecen ejercer esa atracción. Allí donde una persona puede poner cada pie en una provincia y las manos en una tercera, no suele erigirse ningún monumento, ni es probable encontrar turistas tomando fotos. Una alambrada con jirones de lana, una carretera que se adentra en un páramo amarillo o un polígono industrial por cuyas grietas brotan hierbas y arbustos espinosos… ¿Por qué unas líneas imaginarias deberían cambiar en algo la coherencia de estos paisajes? 


Hace varios meses, pusimos rumbo a una zona industrial parecida a la del tercer ejemplo. No teníamos muy claro en qué localidad nos encontrábamos, pues el complejo se alzaba en uno de esos puntos angulosos del mapa de Madrid, donde varios municipios se desgajan y confunden entre sí.

Nuestra cita de aquel día tenía que ver con Rock Palace, el programa online presentado por Carlos Escobedo. Si el vocalista de Sôber te invita a actuar en su magazine, frecuentado por grandes personalidades del rock español, no puedes hacer otra cosa que aceptar el reto y preparar una de las mejores actuaciones de tu vida: ser los elegidos conlleva una gran responsabilidad.

Un enigmático portón rojo, desprovisto de cualquier rótulo que confirme si la dirección que nos han dado es la correcta, sella herméticamente el interior de la tosca nave. Tan sólo una diminuta placa, con el motivo impreso de unos auriculares en torno a una onda sonora, nos sugiere que no nos hemos confundido de lugar. 

Según lo acostumbrado, Jorge y Javier son los primeros en llegar, no tanto por puntualidad como por la tendencia de nuestro guitarrista a volar sobre el asfalto. Su coche se posa justo delante del portón, con dos ruedas bloqueando la acera. Mar no tarda en aparecer: su diminuto Renault Twizy se cobija bajo una suerte de higuera que desborda el solar contiguo. El árbol salta por encima de la tapia como una inmensa ola verde y esparce sobre el vehículo unas semillas frágiles, de color azabache. 

Del fondo de un aparcamiento abarrotado, próximo al lugar de encuentro, emergen por fin David y Héctor. En el interior de la nave, los trabajos de rodaje han comenzado hace horas, ya que otros grupos ―entre ellos, nuestros compañeros de La Ley de Mantua― han sido citados el mismo día para grabar sus directos.


Un olor agrio, como a disolventes, llena el amplio espacio. Allí mismo, a pocos metros del portón, parece brotar del suelo la carrocería de un coche deportivo. Acaso es el fantasma del futuro automóvil, esperando su reencarnación. Alerones, llantas y otros componentes convenientemente personalizados pueblan la penumbra, vigilados de cerca por el compresor, el aerógrafo, las mascarillas que cuelgan con languidez de alguna plataforma que no acertamos a distinguir.

Siguiendo el ancho pasillo, un segundo departamento, más oscuro, inquieta al visitante con cabezas de maniquíes, garras de piel sintética, barras, cortinajes y ocultos decorados que, en su hacinamiento, llegan hasta el techo. Tan sólo el sentido común divide los departamentos según su temática, pues no existen biombos ni estancias en la inmensidad diáfana.

Finalmente, al fondo de la gran avenida interior, se aprecian la luz y las formas del plató. Los seguidores de Rock Palace ya conocerán los ladrillos sangrientos, el cartel corporativo, la atmósfera flamante y turbulenta; que una estructura tan frágil transmita esa sensación de firmeza a través de la mera imitación de la realidad es uno de los grandes logros de la historia del decorado.

De entre la multitud dispersa por el plató, aparece Lorenzo, nuestro mánager, para recibirnos como si la fría nave fuera su propia casa: enérgico, cálido y con los guantes de invierno aún sin guardar en el bolsillo.

―Vengo de hablar con ella ―nos dice, y señala con discreción a la mánager de la banda que acaba de grabar. Con el fulgor de los focos, apenas distinguimos a una mujer de voz grave, templada, que responde con locuacidad a las preguntas del equipo de Rock Palace―. Al final del rodaje, nos reunimos y os cuento. Son buenas noticias.

Con su habitual habilidad para subirnos el ánimo y, a la vez, intrigarnos, vuelve a desaparecer en busca de más relaciones humanas, de más conversaciones con desconocidos que, automáticamente, se transformarán en personas familiares.

«Descanso para comer», comienza a oírse por el espacio de trabajo, y bastan unas pocas repeticiones de esa frase para que, en pocos minutos, no quede ni un alma en el edificio. Junto a la entrada, una monstruosa caldera, funcionando al rojo vivo, invita a no salir fuera, allí donde las noches tiñen de blanco el asfalto.

La pausa, como todas las pausas, se hace breve. A la vuelta, procuramos montar a toda velocidad, ya con la llama de la prisa en el cuerpo, pues a nuestro alrededor no paramos de ver gente que mueve focos, carga equipos, desplaza las cámaras y sus estructuras sobre silenciosos raíles. Cuando ya nos encontramos en nuestros puestos, listos para hacer la prueba de sonido, un recuerdo fugaz pasa por la memoria de Mar: la fotografía de una aurora boreal que encontró hojeando una revista de viajes. Bastan, sin embargo, unos segundos para que nuestra cantante se ajuste los auriculares de su sistema In-Ear y les dé unos leves toquecitos con las yemas de los dedos, como si tal gesto ahuyentara cualquier distracción del subconsciente.


Lo que viene a partir de ahora es el proceso habitual de un concierto. Uno trata de dar de sí mismo todo lo que puede sobre las tablas e intenta mostrar la mayor superficie de alma posible a la hora de manejar su instrumento o su voz. 

La entrevista posterior a la actuación también te resultará familiar si has visitado Experienty.tv. Enseguida, llega el momento de pasar el relevo a nuestros compañeros de La Ley de Mantua, que esperan su turno sin alejarse demasiado de esa caldera de destellos ígneos, tan oportuna en la crudeza del invierno.

Aún nos queda tiempo, ya en la calle, para celebrar la reunión que habíamos acordado con nuestro mánager. Por encima de la nave, una torre de electricidad proyecta su silueta contra el atardecer de cobre.

―Tengo que contaros algo ―arranca Lorenzo con su habitual manejo de la intriga―. Todos habéis visto a Jenny, la mánager del primer grupo. Me ha comentado que organiza giras a nivel europeo, que tiene contactos en Alemania, Reino Unido… Esto os interesa, chicos. Nos van a suceder cosas muy buenas, pero tendremos que trabajar duro.

La esperanza viene acompañada de la necesidad de currárselo. Sólo pasando por ciertas dificultades, la esperanza acaba por convertirse en materia, en algo que puedes tocar y moldear a tu antojo.

Con estos pensamientos en la cabeza, Mar y su Renault Twizy desaparecen, dejando tras de sí un rastro de semillas azabaches. Del coche de Jorge tan sólo queda una fina nube de humo, en tanto que los demás nos hemos desvanecido tras volvernos cada vez más transparentes, como fantasmas en una película antigua. Los actores que graban al calor de los focos también desaparecen, al igual que la nave, los vehículos aparcados y el polígono industrial entero. Queda un campo yermo en el que las fronteras no tienen sentido.


Fotos: Lorenzo Sanz