viernes, 4 de noviembre de 2016

Neverend en la sala Arena: detalles, emociones y retos del concierto de nuestras vidas

Dicen que se trabaja mejor bajo presión, sufriendo algún tipo de adversidad o encontrándose con una senda rebosante de obstáculos. Dicen también que el camino nunca es recto ni llano y que, en caso de serlo, los resultados son mediocres.

Una vez más, en el grupo hay diversidad de opiniones al respecto, de manera que, mientras algunos nos mostramos de acuerdo con estos preceptos, otros los rechazamos contundentemente, viéndolos como parte de una doctrina capitalista orientada a educar en la sumisión. Sin embargo, independientemente de nuestros criterios individuales, en Neverend siempre acabamos esforzándonos al máximo, trabajando y complicándonos la vida con tal de cumplir un único fin: marcar la diferencia.


Un hito importante en nuestro historial de adversidades es el que comienza con una lluvia torrencial y una cantante con la garganta dolorida. Como ya habréis adivinado algunos, Neverend estábamos a punto de afrontar, en esta tarde de perros, uno de nuestros grandes conciertos de la temporada en la sala Arena (antigua Heineken) de Madrid. Lo haríamos en compañía de La Ley de Mantua, Killing Pete y un público especialmente entregado.

Dos días llevaba Mar completamente muda, evitando emitir sonido alguno para retrasar esa afonía que amenazaba con apoderarse de su voz. En un momento dado, extrajo de su mochila una libreta y mostró a Héctor, nuestro teclista, lo que había escrito en ella: «Acompáñame a una farmacia». Y, así, a través de un papel ajado por la humedad, se fue comunicando Mar con todo aquel que la necesitase.
–Explícale que soy cantante, que actúo esta noche y necesito un remedio muy fuerte para estar a punto –anotaba Mar en su cuaderno.
–Este medicamento se lo recomendé a una cantante de ópera –relataba la farmacéutica con una voz templada, como de actriz de doblaje–. Al día siguiente, vino expresamente para agradecérmelo. Por lo visto, salvé su actuación.

Y, de regreso a la sala, soportando un aguacero propio de una escena de Blade Runner o Seven, nuestra cantante escribía: «No me fío de los homeopáticos. Voy a cruzar los dedos y a pensar que va a funcionar».


Una de las cosas más intrigantes de la Arena es ver cómo, bajo el resplandor de las luces de sala, el recinto se revela mucho más pequeño de lo que el espectáculo de iluminación –a veces del color del magma, otras como un fondo oceánico– deja entrever. Bajo el fulgor mortecino, no sólo se realizó la habitual prueba de sonido, sino que fuimos configurando las sorpresas que iban a decidir el éxito o el fracaso de nuestra actuación.

Las integrantes del coro que, durante la interpretación de Ruins, iban a cubrir su rostro con una máscara, se mostraban envueltas en sus abrigos, tratando de guarecerse de ese frío que te hace la vida imposible una vez que la lluvia te ha llegado hasta los huesos. Por su parte, Gala, la violinista, ocupaba un lugar lo suficientemente próximo al clarinete como para dar a Neverend un inusual aspecto de conjunto de cámara, de ensemble de música clásica.

Nuestro manager observaba la escena en lo alto de la sala VIP, la cual contaba con un balcón para ver las actuaciones desde un punto de vista privilegiado. «Verlo desde aquí impone mucho», nos confesaba. Desde ese mismo lugar, contemplaría Javier, nuestro bajista, la actuación de Killing Pete, envuelto en el mismo halo de melancolía. Puede que la perspectiva fuera propia de una divinidad o de un maestro titiritero que maneja despóticamente sus marionetas, sin embargo, observarlo todo desde allí arriba te hacía sentir muy pequeño, como un alma doblegada por las flaquezas de la gente corriente.

Faltando cada vez menos para nuestra salida al escenario, la puerta entreabierta del backstage revelaba una conversación.
–¿Qué tal, Álex? ¿Cómo llevas los nervios? –preguntaban a nuestro compañero de La Ley de Mantua.
–Fatal, tío. Cada vez que salgo al escenario, me siento como en mi primer concierto.
–En realidad, eso es lo bueno. Yo, en cambio, salgo demasiado tranquilo y me olvido de lo que realmente importa.

El resto de la historia ya lo sabéis, bien porque fuisteis al concierto o bien porque habéis leído las crónicas.


Nos queda la duda de si la medicina homeopática funcionó realmente o si fue el profundo silencio de Mar el que mantuvo su garganta a salvo. Tan sólo habló para atender una entrevista, por no quedar como una borde. Al final, su voz se proyectó del modo al que nos tiene acostumbrados, con el ímpetu de una masa enfurecida tratando de derribar un muro y con la dulzura de una persona muy cercana que te susurra: «No estás solo».

Dicen que las adversidades que te encuentras por el camino determinan los resultados, que el riesgo de fracasar es más alto, pero los triunfos son más grandes. Tal vez sea la doctrina de un capitalismo decadente o tal vez las palabras de un gran sabio, pero, en cualquier caso, la experiencia que hemos cosechado después de tropezar y partirnos los dientes ha sido más que satisfactoria. Lo más seguro es que sigamos acumulando dolores con tal de ofrecer lo mejor de nosotros, con tal de cumplir nuestra pequeña y extravagante obsesión: distinguirnos del resto.